Te enfadas, te enfadas por que te vean tan estúpida, y porque te hayan robado las ganas de creer. Supongo que en eso consiste a veces también eso que llaman crecer. Al fin y al cabo creer y crecer solamente se diferencian en una letra.
Pero la cuestión es que siempre nos gusta más una hermosa mentira que la sencilla y poco mágica realidad. Ya se sabe, ojos que no ven... Y es que el ser humano se empeña en pintar su vida con los colores de la mentira; esa a la que cuando es piadosa se llama “fantasía”, que parece una palabra más bonita para lo mismo: el embuste.
Por eso; como dice Mejide, a las arrugas las llamamos señales del paso del tiempo; a los muertos en una guerra, bajas; y a los pisos sin paredes y hechos mierda, loft.
Las mentiras, que no son como la verdad, sino hechas a medida, molan más.
¿Cuántas lágrimas no habremos derramado cuando mamá nos contó que los regalos del árbol los dejaban ella y papá mientras nos despistaban con cualquier tontería? Las mismas que veinte años después cuando, tras mucho negártelo a tí mismo, tu pareja te dice que nunca ha estado realmente enamorada de ti y que se acabó. Las mismas que cuando no quieres ver que aquella pelea con un amigo ha sido culpa tuya. Las mismas, clavaditas, que cuando dices eso de “pero yo pensaba que...”.
Las mismas que te quitan las ganas de soñar, cada vez que en la vida te tropiezas con una caracola que no te susurra al oído el sonido de ningún mar.
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