Llueve.
Día lluvioso. De esos en los que todo es posible y los odios se diluyen. De esos en los que acabo jugando con tu calma, escondida tras una ventana empapada. Días como estos, en los que surgen los grandes momentos... cuando las palabras prohibidas te quitan el sueño y los recuerdos obligados arrancan tantas sonrisas como litros de agua caen del cielo. Pero el peso de una despedida te hace cerrar los ojos.
Y te imaginas corriendo bajo la lluvia. Como en la típica escena de final de película romántica, en la que el chico va a buscar a la chica y son felices por siempre jamás. Solo que, en este caso, estás solo. No hay película romántica, no hay final feliz, y, por no haber, ni siquiera hay chico. Y te empapas bajo la lluvia mientras esperas que pase algo, que el mundo reaccione y las cosas cambien. Pero no pasa nada. El mundo continua sin ti y nada cambia. Y tú te conviertes en un fotograma olvidado de lo que pudo ser la mejor película romántica de la historia (sí, de esas que se llevan todos los Oscar). Y ahí te quedas, congelada bajo la lluvia mientras esperas que alguien vaya a buscarte. Mientras esperas otro día lluvioso.
(Sería un gran final si el viniera con la lluvia).
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